Occidente proyecta a
través de los museos el triunfo de la era revolucionaria, de la razón y
de la democracia. Las regiones que hoy se disputan la hegemonía
económica no esconden su deseo de emular el prestigio occidental logrado
con sus instituciones culturales.
"
El Museo del Prado es lo más importante para España, más que la
monarquía y la república juntas". Con esta provocadora sentencia,
atribuida a
Manuel Azaña, al tiempo de proclamar su admiración por el
tesoro artístico que guarda entre sus muros esta veterana institución
pública, no hacía otra cosa que situar el museo como una principal
“
razón de Estado”. El Prado como el resto de las galerías nacionales
creadas en la era revolucionaria son depósitos privilegiados de la
memoria colectiva de los diferentes Estados contemporáneos, formados por
los retazos de lo más excelente de la creación del hombre en la
historia, unidos por la tradición coleccionista culta de cada uno de
nuestros países y, más recientemente, por la revisión académica que
nuestras instituciones han propuesto de la historia particular y
universal del arte que conservan.
Muchas veces decimos que los museos y su misión han cambiado poco
desde su creación en los albores de la edad contemporánea. Lo que ha
cambiado es la sociedad y su relación con el arte. Los museos han pasado
de ser instituciones estrictamente académicas a convertirse en centros
de educación de la sociedad; de ser frecuentados tan solo por artistas,
aficionados y especialistas a recibir a millones de ciudadanos que se
acercan, desde todas las partes del mundo, atraídos por la singularidad
de las obras que atesoran...
El triunfo de la razón y la democracia
Los museos occidentales han adquirido un prestigio universal
envidiable. Después de más de dos siglos de historia, hoy proyectan el
emblema visible del triunfo de la era revolucionaria, de la razón y de
la democracia, donde nuestros ciudadanos se miran orgullosos y cuyo
prestigio es admirado por el mundo. Ese prestigio social y político que
han adquirido los museos produce, inevitablemente, el deseo de emulación
que se hace más fuerte e irresistible entre las regiones que se
disputan la hegemonía económica mundial en la actualidad...
Para alimentar ese deseo se encuentra el mercado, y no deja de ser
obvio que el arte ahora y siempre se ha movido por el mundo siguiendo al
mejor postor. No tenemos que ir muy lejos para comprobarlo. Las
colecciones que actualmente exhibe con orgullo el Museo del Prado
proceden, en muchos casos, de otras colecciones europeas.
El Lavatorio
de
Tintoretto, obra asociada ya indisolublemente al patrimonio español,
fue pintada para la iglesia veneciana de San Marcuola y posteriormente
pasó a manos de la prestigiosa colección de Carlos I de Inglaterra,
siendo adquirida por el rey Felipe IV en la almoneda organizada tras la
ejecución del monarca inglés.
Muchas obras de los grandes museos internacionales conservan en su
historia, en su particular camino de prestigio, el itinerario marcado
por esa norma esencial del mercado buscando a su mejor postor. Eso no ha
cambiado en el caso de las obras de dominio privado. A cambio, las
colecciones “nacionales”, las que pertenecen al patrimonio público y que
mayoritariamente se conservan en los museos, han salido definitivamente
del mercado. Son patrimonios inembargables cuyo valor ya no es
económico sino estrictamente histórico y cultural. Esta es, sin duda,
otra de las grandes conquistas de estas instituciones.
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El Lavatorio, por Jacopo "Tintoretto" Comin. |
Internacionalización y deslocalización
La compleja red de relaciones que forma nuestro mundo globalizado
también ha afectado a la misión de los museos hoy día; obligándoles a
asumir nuevas responsabilidades. El museo tradicional, localizado
físicamente en una ciudad y en un edificio, identificado con el progreso
cultural y artístico de una nación, se enfrenta a reconsiderar su papel
en un mundo gobernado por las reglas del mercado global y la
deslocalización.
Resulta oportuno observar las distintas soluciones ensayadas en los
últimos años frente a esta nueva realidad. No existe un museo igual a
otro y, por tanto, las fórmulas son diferentes. La primera diferencia
radica en la particular historia del país y la identidad común con ella
que tienen las colecciones de los museos. Es una cuestión de perspectiva
histórica que no puede ser la misma para un inglés, un norteamericano,
un español o un chino...
Otra diferencia fundamental es la naturaleza especializada de cada
museo. La forma de enfrentarse a esta nueva realidad es distinta entre
los museos históricos o los centros de arte contemporáneo.
Uno de los más publicitados intentos de hacer congeniar el mundo
global con los museos fue la operación de expansión ideada por la
Fundación Solomon Guggenheim de Nueva York en la década de los noventa,
que se desarrolló sobre una plataforma muy particular. Era una
institución privada estadounidense, dedicada al arte occidental del
siglo XX y al arte actual y que, además, ya tenía una antena exterior,
la
colección Peggy Guggenheim en Venecia. Sobre estas especiales
condiciones se diseñó una ambiciosa estrategia global cuyo resultado más
notorio y exitoso ha sido el establecimiento de una sede del museo en
Bilbao...
Sin duda, las instituciones dedicadas a lo contemporáneo [como el
Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, antes de 2006 llamado "Sofía Imber", que aloja al cuadro de Matisse] tienen una
mayor libertad y, seguramente, coartada conceptual para ensayar este
funcionamiento en red o global. En cambio, más dificultad tienen los
museos históricos que han edificado su prestigio sobre su inamovible
localización cultural y física.
La diplomacia cultural entendida como un soft power no es algo nuevo.
Los museos internacionales llevan décadas colaborando activamente con
otros países a través de préstamos de obras singulares o de conjuntos
significativos de sus colecciones, con la finalidad de ampliar el
prestigio y conocimiento de sus instituciones y, al mismo tiempo, servir
de embajadores culturales de sus respectivos países en el mundo...
Las estrategias de internacionalización de nuestros museos han estado
siempre subordinadas a las necesidades y estrategias diplomáticas de
los países. A esta nueva “razón de Estado” se suma, más recientemente,
otro argumento central como son las dificultades de financiación de los
museos públicos europeos. El crecimiento físico y operativo que han
vivido los museos en las últimas décadas, que más arriba hemos
calificado de éxito en el cumplimiento de su misión, ha generado a su
vez necesidades de financiación extraordinarias que los presupuestos de
las administraciones de las que dependen no pueden asumir en su
totalidad. Una situación que se agrava extraordinariamente en coyunturas
depresivas como la actual. El complemento de financiación necesario se
busca en los esfuerzos coaligados que hacen los visitantes, la comunidad
social que acompaña a cada institución con sus donaciones y patrocinios
y, finalmente, gracias a la capacidad comercial del museo a través de
la venta de productos o servicios...
El argumento económico fue, sin duda, el que catapultó las opciones
de globalización del Guggenheim: una institución con limitados recursos
económicos pero con un activo extraordinariamente solvente como es su
gran colección de arte del siglo XX. La idea-fuerza era poder compartir
con nuevos públicos esa colección y el
know-how de la
institución estableciendo nuevas sedes por el mundo. Su visión coincidió
con las necesidades de una región con posibilidades financieras y una
estrategia imaginativa y valiente de revitalización urbana y económica
como era el País Vasco y la ciudad de Bilbao. El resultado, la creación
del
Guggenheim Bilbao, una operación cuyo éxito ha trascendido del
estricto ámbito cultural pero que, indiscutiblemente supuso un terremoto
de una gran escala en las políticas culturales y las estrategias
globales de los museos internacionales. Sin duda, hay un antes y un
después de esta exitosa experiencia. A partir de ella se empezó a hablar
de una forma más abierta de las oportunidades de deslocalización de los
museos. Por primera vez, se debatía sobre la transversalidad entre
cultura, economía y desarrollo social y urbano, y del beneficio de esa
asociación.
En cualquier caso, “el terremoto Guggenheim” provocó un auténtico
tsunami de proyectos e iniciativas que, con mayor o menor fortuna y
disimulando más o menos los prejuicios puristas, buscaban ese modelo de
éxito.
Diez años después, ¡tan solo una década!, hemos visto aflorar por las
más diversas partes del planeta estrategias parecidas de
internacionalización de los museos tradicionales. La más reciente, y
cargada de un especial simbolismo, es el
Museo del Louvre y su política
de expansión. El padre de todos los museos ha llevado adelante dos
operaciones simultáneas de deslocalización...
Cada uno de los museos implicados responde a una razón de diplomacia
cultural y no han dudado en edificar su identidad a través de la
participación del talento de algunos de los mayores arquitectos de sus
respectivos países.
Frank Gehry para los estadounidenses,
Jean Nouvel
para los franceses y
Norman Foster para los británicos.Criticar esta
ambiciosa operación como un canto del cisne del neocolonialismo cultural
sería demasiado fácil. Valorar su futuro, su éxito o su fracaso,
imposible. Creo que es mejor observarlo como un ensayo de la expansión
de las marcas nacionales, dentro de un nuevo mercado asociado al lujo y
“legalizado” por la diplomacia cultural occidental. Lo que no sé tampoco
es si allí se escenifica la fortaleza de nuestra posición en el mundo
o, más bien, donde se proclama nuestra decadencia. El tiempo lo dirá.
España: una reflexión sobre el pasado y el futuro
Teniendo en cuenta este incierto panorama, ¿cuál es el papel que le
puede corresponder a España, a su cultura y a sus museos en este
escenario ampliado de la globalización? Para empezar, podemos quitarnos
algunos prejuicios si sabemos reconocer que sobre la decadencia
occidental podemos dar lecciones al mundo. Nuestra posición hegemónica
en el orbe declinó hace ya varias centurias. Mientras las potencias
europeas modernas colonizaban el mundo, nuestro país perdía sus últimas
posesiones ultramarinas. Desde luego, creo que podemos aportar una
perspectiva histórica experta.
Perdido el poder, lo que nos ha quedado es una gloriosa ruina, nada
más y nada menos que uno de los más diversos y ricos patrimonios
históricos y artísticos que conserva cualquier nación del mundo. De
alguna manera el poder político se ha metamorfoseado en una potencia
cultural universal de primer orden, lo que supone nuevamente una gran
responsabilidad y toda una extraordinaria oportunidad.
La cultura, la lengua y todas las manifestaciones artísticas
conforman, sin duda, la “imagen de España”, esa sombra más o menos
alargada que nos persigue históricamente y que, ahora, los profesionales
del marketing y la comunicación llaman
marca-país. No dudo de la
eficacia de estas estrategias en otros sectores de la actividad
económica. Más dudas me plantea la utilidad de pasear por el mundo
nuestro orgulloso pasado y el innato talento creativo español para
convencer al mundo de la bondad de nuestra realidad actual, y menos, a
golpe de campaña promocional.
España [o cualquier otro país del mundo, incluida Venezuela] será respetada como un país culto, cosmopolita e inteligente
si la sociedad lo es. Una sociedad que se sienta responsable de esa
herencia extraordinaria que ha recibido, incluidas sus lenguas. Unos
ciudadanos que confíen en la creación artística como una forma excelente
de reflexión sobre el presente y futuro. Un país donde el pilar
principal del consenso resida en la educación. Un país de jóvenes
profesionales técnicamente cualificados y cultos. Un lugar de
investigación y ciencia.
Es decir, la verdadera diplomacia cultural no la debemos hacer tanto
de puertas hacia fuera sino hacia dentro. La cultura tiene que dejar de
ser un simple acompañamiento de la diplomacia y de sus legítimos y
positivos objetivos como son, entre otros, (1) la mejora de las relaciones
políticas entre los Estados, (2) la promoción de las inversiones
internacionales, (3) la expansión de nuestras empresas y exportaciones. La
cultura, y específicamente la gestión del patrimonio histórico y
artístico, es un sector que tiene sus propios objetivos, que genera su
propia economía y es una fuente de empleo de calidad. Objetivos que no
siempre, en contra de la opinión común, se encuentran alineados con los
de otros sectores de actividad...
Los museos deben ser buenos embajadores del país, pero también
anfitriones de los ciudadanos que, desde cualquier parte del mundo, se
interesan por conocernos a través de nuestra cultura. Un catedrático de
la universidad española dijo en una ocasión que los directores de museos
españoles éramos “touroperadores de lujo”. A pesar de su intención
sarcástica, creo que algo de razón tenía...
Si la energía tenemos que ponerla en la mejora de la conservación,
conocimiento y accesibilidad del patrimonio, los museos, y no solo sus
colecciones, pueden participar al mismo tiempo activamente en el
concierto internacional colaborando con otras instituciones, acercando
la identidad y calidad de sus colecciones a públicos y culturas
distantes, ayudando a entender mejor nuestra historia común incorporando
la visión de los otros y, a su vez, nuestra voz a los intereses de
estudio y reflexión de las universidades e instituciones académicas
internacionales. Un ejemplo de esta buena práctica ha sido la forma en
la que la Real Academia Española ha trazado, en los últimos años con el
potente vehículo de nuestra lengua, una tupida red de complicidades
internacionales.
La imagen de España, los principales guiones que han definido
históricamente nuestra proyección internacional, ha estado en manos de
los extranjeros y no pocas veces de enemigos políticos o competidores
comerciales. Desde la leyenda negra hasta la longeva imagen romántica
del país se la debemos a los otros. ¿Podemos cambiarlo? Lo hicimos, casi
inconscientemente, durante la
Transición, cuando se produjo el milagro
del consenso de nuestra joven democracia y el periodo de mayor
prosperidad que ha vivido nuestro país a lo largo de la historia. Esa sí
fue una buena campaña de promoción de la marca-país.
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