Seguidamente presento un artículo escrito por Kliksberg que no se refiere a la economía, sino a una problemática social que cobra cada vez mayor interés para Latinoamérica (y muy particularmente, para Venezuela): el tema de la inseguridad ciudadana y el auge de la delincuencia, que está tomando un cariz muy preocupante en nuestro medio. El pensador argentino expone las causas más profundas en el desarrollo de este fenómeno y cuáles pueden ser las soluciones más eficaces para hacerle frente, las cuales son, como es de esperar, una síntesis de sentido común y de experiencias exitosas. Veamos:
CÓMO COMBATIR EL CRIMEN EN AMÉRICA LATINA
Los latinoamericanos quieren una respuesta a la inseguridad ciudadana. Y con toda razón. La tasa de criminalidad ha ascendido un 40 por ciento en la última década. El número de homicidios es de 40 cada 100.000 habitantes de población por año. Es la segunda región con más criminalidad del planeta. Buena parte de la población tiene ya la experiencia de haber sido objeto de algún delito.
Existe un acuerdo colectivo en que se debe combatir la delincuencia. Pero… ¿cómo se hace?
Una problemática compleja
El tema es de gran complejidad. El enfoque que ha prevalecido en amplios sectores de la sociedad hasta ahora se ha orientado a exigir a las autoridades hacer más de lo mismo. Eso significa, entre otros aspectos, tratar de reforzar y ampliar el sistema policial, dar mayor discrecionalidad a la policía, penar las formas más primarias de delito, aumentar las penas, bajar la edad de imputabilidad para poder meter presos a los niños y adolescentes, y hay quienes reclaman poder encarcelar a los padres de los niños delincuentes.
Las iglesias, las organizaciones de derechos humanos, asociaciones de juristas, han reclamado que muchas de estas medidas violan la legislación internacional, los tratados mundiales firmados, y en definitiva normas éticas básicas, como el mensaje bíblico de que se deben hacer todos los esfuerzos por recuperar a los que se salen del camino.
Respuestas contraproducentes
Pero hay otra pregunta adicional. El enfoque puramente represivo ha demostrado ser muy ineficiente. En Centroamérica algunos líderes políticos resolvieron aplicarlo a fondo en los últimos años frente al crecimiento de las maras, peligrosos grupos de jóvenes delincuentes. Esa estrategia gana votos a corto plazo ante la legítima desesperación ciudadana, pero, ¿responde al interés colectivo?
No parece. El número de miembros de las maras sigue creciendo. Se estima en 100 mil individuos en Honduras, otros 100 mil en Guatemala, cifras aún mayores en El Salvador. En este último país se aplicó en los últimos años la mano dura, y ante sus limitados resultados la súper mano dura. Se llegó a poner fuera de la ley en varios países a los jóvenes que tuvieran tatuajes, porque las maras los utilizan. Nada de todo ello logró hacer bajar las tasas delincuenciales. Lo más probable es que quienes han creído que este era el camino más adecuando tengan que responder ante sociedades cada vez más preocupadas por el fenómeno.
La mano dura que genera más violencia
Veinte prominentes organizaciones sociales de la sociedad civil han dicho recientemente: los planes de mano dura y las leyes antimaras violan normas de las constituciones, la Convención de los Derechos del Niño, y Tratados internacionales... y son ineficaces. No han reducido los índices de violencia y de criminalidad, por el contrario generan más violencia.
Brasil, con cifras graves de delito, subió progresivamente el gasto en seguridad pública y privada. En 2001 representaba el 10,3 por ciento del Producto Bruto --según estudios del BID--, el equivalente al Producto Bruto anual de Chile. Brasil gasta un Chile completo anual en represión. Sin embargo, esa estrategia no mejoró la situación del país. En México, el gasto en seguridad pública subió en 3.000 millones de dólares entre 2000 y 2004. A pesar de ello, el delito siguió creciendo.
Renovar la lógica del debate
Parece haber llegado la hora de renovar la lógica del debate. Dejar de analizar este tema como una cuestión sólo policial, en donde la discusión es qué nuevo tipo de endurecimiento se adopta.
Eso no va más. No está generando buenos resultados. El único efecto práctico es que aumenta aceleradamente la población de jóvenes en las cárceles. Como son a su vez verdaderos infiernos, se convierten en una incubadora de nuevos crímenes.
Louis Wacquant señala en su agudo libro Las cárceles de la miseria que no hay correlación estadística entre aumentar el número de presos jóvenes y la reducción del delito a mediano y largo plazo. No afecta sus causas estructurales.
Pero existe otro camino. Algunas de las ciudades con mejores resultados del mundo lo están aplicando. Por un lado hay que distinguir diversos tipos de criminalidad. La sociedad tiene que defenderse vigorosamente frente al crimen organizado, los grupos de narcotráfico, las bandas del secuestro y las mafias. Todo el peso de la ley sobre ellos. Pero hay una inmensa criminalidad de jóvenes que se inician con delitos menores, o ingiriendo drogas, y después pueden ir mucho más lejos. Hay que preguntarles: ¿por qué lo hacen?
La desocupación juvenil
Hay extensa investigación al respecto, de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), UNESCO, UNICEF, y muchas otras fuentes. Por lo menos tres grandes causas inciden.
En primer lugar, la desocupación juvenil. Excede el 20 por ciento en todas las grandes ciudades de América Latina. Hay un ejército gigantesco de millones de jóvenes que han debido desertar del sistema educativo, por pobreza, y están fuera del mercado de trabajo.
El 25 por ciento de los jóvenes latinoamericanos está en esa situación. Están fuera de todo, desesperados, son vulnerables y carne de cañón para el crimen organizado.
La desarticulación de la familia
En segundo lugar, la desarticulación de la familia. Los estudios son concluyentes. Si la familia funciona bien y entrega los códigos éticos, es ejemplo de conducta cotidiana, y tutorea a los jóvenes desde el amor, previniendo la criminalidad. Nadie más puede hacerlo así. En efecto, en diversos países (como Estados Unidos y Uruguay) los estudios muestran que dos tercios de los delincuentes jóvenes vienen de familias desarticuladas.
La tercera causa es la baja educación. Sobre 40.000 presos en las cárceles argentinas, sólo el 5 por ciento había terminado la secundaria o la Universidad (según cifras del Ministerio de Educación argentino de 2004).
Es necesario enfrentar el crimen organizado. Pero al mismo tiempo, hay que romper con el enfoque únicamente policial de un asunto muy grave.
Estados Unidos sigue otro camino
Mientras que muchos en América Latina intentan convencer a la opinión pública de la necesidad de una mano más dura -e invocan a supuestas experiencias estadounidenses- lo cierto es que en Estados Unidos se están dando fuertes tendencias inversas. El aumento de la población carcelaria y de las sentencias ha llevado a una inflación fenomenal del gasto en prisiones y juzgados (un 154 por ciento en los últimos 20 años).
En 2001, los distintos Estados del país gastaban tanto en ese rubro como todo lo que gastaba en salud pública y hospitales. Según indica el New York Times, ante los escasos resultados de este enfoque y asustados por la tendencia de la sangría, más de la mitad de los Estados han tomado medidas legislativas para modificar las leyes duras que aprobaron en los noventa. En el campo de la drogadicción hay en Estados Unidos una presión creciente por suplantar prisión por tratamientos.
Causas profundas
El 73 por ciento de los ciudadanos de Maryland, por ejemplo, uno de los estados que cambió su legislación en tal sentido, consideran que el tratamiento es un camino mejor que la prisión para parar el uso de la droga. Se estima que cada dólar gastado en rehabilitación de drogadictos genera 8 dólares de beneficios, por su incidencia en el descenso de la criminalidad y el aumento de la productividad.
Para reducir la criminalidad en América Latina hay que actuar sobre las causas profundas. Es necesario crear empleo para jóvenes a gran escala. Una gran alianza entre política pública y empresa privada al respecto puede aportar mucho. Al mismo tiempo, hay que proteger la familia, en serio, con medidas de fondo.
Invertir en educación
Por otra parte, la opinión pública debe respaldar vigorosamente el aumento de la inversión en educación. La decisión de llevarla al 6 por ciento del Producto Bruto para 2010 es una de las mejores inversiones que puede hacer una sociedad para enfrentar de verdad el problema de la delincuencia.
UNICEF concluye sobre las maras centroamericanas que el tema no puede ser visto sólo como un problema de seguridad.
En la misma dirección, el presidente argentino Néstor Kirchner ha advertido estos días -en un país alarmado por el problema de la inseguridad- que la seguridad no se construye con un palo en la mano.
Cambiar el disco duro
La seguridad es un camino a construir colectivamente en una región que ha visto crecer a niveles inéditos el desempleo y la exclusión social en los años noventa, y generó tasas de desempleo y pobreza juvenil récord (en diciembre de 2002, el 75 por ciento de los jóvenes argentinos menores de 18 años eran pobres).
Por esta razón, hay que mejorar los instrumentos de lucha contra el crimen organizado, como la policía y la justicia. Pero según la encuesta Latinobarometro, dos tercios de los latinoamericanos desconfían de la policía y en muchos casos la ven como parte del problema.
No podrá haber más dilaciones, ni vueltas: hay que abrir oportunidades a los jóvenes, fortalecer la familia -que es la mayor unidad preventora del delito con la que cuenta la sociedad- y brindar educación a todos.
Para empezar, hay que cambiar el disco duro mental sobre la criminalidad, y mejorar la calidad del debate.
Conclusiones y reflexiones (para "mejorar el debate"):
a) La mano dura debe mantenerse para cierto y determinado tipo de delitos, como las distintas modalidades de la Delincuencia Organizada y el Tráfico de Drogas. Pero como respuesta generalizada al fenómeno del aumento de la inseguridad no es más que un exabrupto.
b) Las causas profundas del aumento de la delincuencia juvenil son el desempleo, la desarticulación familiar y la falta de educación. Toda política que pretenda hacerle frente a este problema debe considerar como sus objetivos primordiales, en consecuencia, brindar una asistencia especial a la juventud (particularmente a la que se encuentre en un estado de mayor vulnerabilidad), promover la integración familiar y, por supuesto, aumentar y mejorar la calidad de la educación.
c) ¿Cuál educación debe mejorarse? No puede ser otra que aquella que representa la labor primordial del Estado en la materia: la básica, es decir, aquella que alcanza a la mayor cantidad de gente y en la edad más crítica: la infancia y la adolescencia. Ello sin menoscabo de proteger la educación más importante: aquella enfocada en los valores y que sólo puede impartirse en familia.
d) Las medidas de menor impacto económico y humano para la sociedad, aquellas que apuntan a la rehabilitación, el tratamiento, la recuperación, la reinserción del ciudadano que ha incidido en delitos leves (ojo: no en los que atentan gravemente contra la sociedad) deben aplicarse con un criterio amplio y flexible, pero a la vez prudente.
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